Este pasaje describe un brote psicótico por sobredosis de cocaína. El personaje no recuerda lo que hizo por tanto no capitaliza la experiencia como negativa, sí asi los que lo asistieron
LLEGÓ LA BESTIA
Sin
esperanza de fiesta, la tarde perfilaba aburrida. Renunciar a medias,
siempre con reservas por si la tentación logra quebrantar la voluntad. Cada uno
secretamente había escondido una última dosis. El juego del tiro al blanco fue
un símbolo, un acto de reflexión o preludio de deseo de cortar con la
dependencia.
–Hora de bañarse –dijo uno y el otro lo miró con
vigilancia.
–¿Vas al colegio?
–Por qué, no.
Ángeles
advirtió que la fiesta no estaba concluida pues por sobre la costura del
bolsillo derecho del Jean de su marido sobresalía un paquete de farmacia.
Minutos más tarde cuando se abrió la puerta
Henry se regocijó al saber que no era el único, pues él también había hecho lo
suyo. Ese día en que la tentación se hizo carne, el diablo se presentó sin
prisa. Oscuro y negro, sonriente desde un rincón inadvertido de la casa.
Mientras se respiraba un aire denso de “pequeños secretos”, tomó forma humana
y zambulléndose en copa de cristal, junto
al agua que pidiera Henry a su hermano, tomó posesión del cuerpo de Henry.
Y era raro puesto que él nunca solicitaba nada.
Agua, por favor, dijo. Señal suficiente que algo andaba mal. Así Ángeles extrañada giró
la cabeza despacio y al verlo lanzó grito de espanto.
Los ojos hacia atrás extraviados en blanco
licuado, cristal vidrio, la copa hecha añicos, su cuñado desfalleciente en un
rostro desesperado, animal, abriendo la boca intentando captar aire respirable hasta
caer al piso, junto a las astillas
cristalinas, poseído por una convulsión
ininterrumpida. Miraba sin ver, con las pupilas cual pozos negros. Y no era él sino la bestia que
reaccionaba al impulso de su hermano, ya arrodillado a su lado, abrazándolo,
diciéndole “no te mueras”. Feroz se
desprendía de sus manos el golpe, al cual
Gabriel respondía “pégame si
querés hermano, pero no te mueras”. Y otro vaso de agua se estalló sobre el
espejo distribuyendo pequeños planetas en
la alfombra. Grito de guerra, dragón de boca gimiente, espadas
flameantes, para luego ahogarse en su propio aullido, Para tomar la cuna del
niño y estrellarla contra el piso, para volver al insulto, toser y
desvanecerse, quedar inerte dispuesto al
exorcismo. Su hermano aferrado en abrazo “No
te mueras” desprovisto de miedo por ese ser diabólico que no era su hermano
pero sí era su hermano. Abrazo de amor filial exorcizando lento, despojado de
temor. La convulsión fue debilitándose, el hombre regresó a la tierra.
–¿Qué pasó?
–La cocaína despertó a la Bestia, casi te vas.
Le contó Gabriel todo lo sucedido mientas lo
acunaba entre sus brazos como a un niño. Pero él no creía lo que le relataban.
–Me da vergüenza que hablen de eso –dijo
tratando de cerrar el tema para no sentirse responsable de su falta de
conciencia.
Para Ángeles y Gabriel que
vieron la escena desde afuera, la conversación se había convertido en un
monotema. La experiencia fue del espectador y no del protagonista, puesto que
él no recordaba, no presenció su metamorfosis, por tanto no capitalizaría lo ocurrido
como una advertencia.
–No más drogas por hoy.
–No más.
Pero el negocio es otra historia y más allá de
lo que decidieran meter o no en el cuerpo, las deudas habían sido contraídas,
así, la fiesta debía seguir pues la casa Club nocturno era una fuente de
ingreso inagotable que los libraba de la miseria.
Así, luego de una noche de reposo forzado, la
mañana se presentó con urgencias dinerarias y volvieron a sentarse alrededor de
la mesa ratona a fraccionar. “Había que sacarse a ese diablo de encima cuanto
antes” expulsarlo del hogar, consumiéndola se haría más rápido. Vendiéndola
más redituable. Se necesitaba agregar bifidosa para aumentar el volumen y Ángeles gustosa fue a
buscar a la farmacia ya cansada del
encierro de días. Por la tarde trabajaron hasta que llegó la hora convenida.
–Ya hay que salir.
Gabriel a la nocturna y Henry a facturar.
Campera en mano por si refresca a la noche y
rápido lanzarse a la calle a pelear los lobos. Sus pasos acelerados cual
autómata. Alcanzó el colectivo al llegar a la esquina, de un salto se colgó del
estribo. Boleto mínimo, asiento de atrás y por instantes su ansiedad se vio al
resguardo. Las manos le temblaban. Sacarse treinta gramos de encima en una
tarde, pagaderos en efectivo. El negocio no era nada comparado con la suma que
debía en Bolivia. De todos modos no estaba mal a 30 dólares el gramo, cuando
tenían 10 gr. de corte. Tal vez sería una buena opción el hipódromo. No habría
muchas opciones de recaudo cuando los asuntos en el vecino país se le volvieran
densos. Amén si quedaba mal parado, perdería el contacto y por tanto el
negocio. Ellos confiaron en él
vendiéndole a crédito.
El colectivo llegó al centro comercial. Bajó de
un salto, tomó un taxi. El conductor le conversaba y se distrajo escuchando sencillas
anécdotas urbanas. Cargaba en el bolsillo peligroso paquete, tal si fuese un
arma poderosa que podía conducirlo directo a una jaula estatal. Regocijo de
saber que el cargamento se convertiría en dinero.
El taxi estacionó frente al edificio donde lo esperaban. Al bajar la
ansiedad se volvió irremediable. Mirando alrededor de soslayo todos los peatones
semejaban incógnitos miembros de la DEA. Al tocar el timbre del portero
eléctrico, trató de cubrir su destino con el cuerpo. Del otro lado le
contestaron de inmediato.
Piso 7 A puerta abierta al llegar, ambiente superpoblado de caras
gesticulares hablando de nada. Alguna que otra mujer fácil, morenas, rubias,
pintadas hasta el alma. Acompañado por su contacto atravesó el bullicio hasta
llegar a la cocina. Más gente allí, dos
hombres de apariencia policíaca sorbían café. Extraño presentimiento. El anfitrión
hizo señas para que desempaque, obedeció. La bolsita sobre la mesa deslumbró
por su blancura. Reina indiscutible ante la mirada del negociante o el adicto.
Así los hombres rieron satisfechos y del bolsillo de su camisa, al unísono
desenvainaron una credencial de prefectura.
–¿Qué pasa?
El dueño de casa se encogió de
hombros.
–Pasa que perdiste –dijo uno de los prefectos– podés
dejar el paquetito aquí e irte por donde viniste…
–Y aquí no pasó nada –agregó
el otro–, sino, pasa que estás preso.
–¿Y mi dinero?
–La cosa no es con vos, pibe. Queremos al
cordobés que dicen es tu amigo. Nos traes a ese personaje y te pagamos la pala.
–O lo que dejemos de ella –agregó el otro con
ironía–, porque se supone que nos vas a convidar para que no se nos haga tan
larga la espera.
–Las largas esperas nos ponen violentos, pero si
nos armonizamos con unos tiritos…
Zambulló una cuchara de café en el polvo blanco
y se la llevó a la nariz.
–¡Rica! –hizo un gesto a su compañero para que
haga lo mismo.
–Ahora ya te podés ir, cuando más rápido vuelvas
con tu amigo más posibilidades hay de que llegues a tiempo, aunque sea al
postre. Pagaremos solo por lo que reste al momento que vuelvas. ¿Qué es esa
cara? ¿Creés que no es justo? ¡Qué pena! Así es la ley, nosotros somos la ley.