viernes, 3 de febrero de 2017

Capítulo del libro La Linea que divide novela de Milagros Sefair
Este pasaje describe un brote psicótico por sobredosis de cocaína. El personaje no recuerda lo que hizo por tanto no capitaliza la experiencia como negativa, sí asi los que lo asistieron
 
LLEGÓ LA BESTIA

Sin  esperanza de fiesta, la tarde perfilaba aburrida. Renunciar a medias, siempre con reservas por si la tentación logra quebrantar la voluntad. Cada uno secretamente había escondido una última dosis. El juego del tiro al blanco fue un símbolo, un acto de reflexión o preludio de deseo de cortar con la dependencia.

–Hora de bañarse –dijo uno y el otro lo miró con vigilancia.

–¿Vas al colegio?

–Por qué, no.

 Ángeles advirtió que la fiesta no estaba concluida pues por sobre la costura del bolsillo derecho del Jean de su marido sobresalía un paquete de farmacia.

Minutos más tarde cuando se abrió la puerta Henry se regocijó al saber que no era el único, pues él también había hecho lo suyo. Ese día en que la tentación se hizo carne, el diablo se presentó sin prisa. Oscuro y negro, sonriente desde un rincón inadvertido de la casa. Mientras se respiraba un aire denso de “pequeños secretos”, tomó forma humana y  zambulléndose en copa de cristal, junto al agua que pidiera Henry a su hermano, tomó posesión del cuerpo de Henry.

Y era raro puesto que él nunca solicitaba  nada.

Agua, por favor, dijo. Señal suficiente que algo andaba mal. Así Ángeles extrañada giró la cabeza despacio y al verlo lanzó grito de espanto.

Los ojos hacia atrás extraviados en blanco licuado, cristal vidrio, la copa hecha añicos, su cuñado desfalleciente en un rostro desesperado, animal, abriendo la boca intentando captar aire respirable hasta caer al  piso, junto a las astillas cristalinas, poseído  por una convulsión ininterrumpida. Miraba sin ver, con las pupilas cual  pozos negros. Y no era él sino la bestia que reaccionaba al impulso de su hermano, ya arrodillado a su lado, abrazándolo, diciéndole “no te mueras”. Feroz se desprendía de sus manos el golpe, al cual  Gabriel respondía “pégame si querés hermano, pero no te mueras”. Y otro vaso de agua se estalló sobre el espejo distribuyendo pequeños planetas en  la alfombra. Grito de guerra, dragón de boca gimiente, espadas flameantes, para luego ahogarse en su propio aullido, Para tomar la cuna del niño y estrellarla contra el piso, para volver al insulto, toser y desvanecerse, quedar  inerte dispuesto al exorcismo. Su hermano aferrado en abrazo “No te mueras” desprovisto de miedo por ese ser diabólico que no era su hermano pero sí era su hermano. Abrazo de amor filial exorcizando lento, despojado de temor. La convulsión fue debilitándose, el hombre regresó a la tierra.

–¿Qué pasó?

–La cocaína despertó a la Bestia,  casi te vas.

Le contó Gabriel todo lo sucedido mientas lo acunaba entre sus brazos como a un niño. Pero él no creía lo que le relataban.

–Me da vergüenza que hablen de eso –dijo  tratando de cerrar el tema para no sentirse responsable de su falta de conciencia.

  Para Ángeles y Gabriel que vieron la escena desde afuera, la conversación se había convertido en un monotema. La experiencia fue del espectador y no del protagonista, puesto que él no recordaba, no presenció su metamorfosis, por tanto no capitalizaría lo ocurrido como una advertencia.

–No más drogas por hoy.

–No más.

Pero el negocio es otra historia y más allá de lo que decidieran meter o no en el cuerpo, las deudas habían sido contraídas, así, la fiesta debía seguir pues la casa Club nocturno era una fuente de ingreso inagotable que los libraba de la miseria.

Así, luego de una noche de reposo forzado, la mañana se presentó con urgencias dinerarias y volvieron a sentarse alrededor de la mesa ratona a fraccionar. “Había  que sacarse a ese diablo de encima cuanto antes” expulsarlo del hogar, consumiéndola se haría más rápido. Vendiéndola más redituable. Se necesitaba agregar bifidosa para  aumentar el volumen y Ángeles gustosa fue a buscar a la farmacia ya  cansada del encierro de días. Por la tarde trabajaron hasta que llegó la  hora convenida.

–Ya hay que salir.

Gabriel a la nocturna y Henry a facturar.

Campera en mano por si refresca a la noche y rápido lanzarse a la calle a pelear los lobos. Sus pasos acelerados cual autómata. Alcanzó el colectivo al llegar a la esquina, de un salto se colgó del estribo. Boleto mínimo, asiento de atrás y por instantes su ansiedad se vio al resguardo. Las manos le temblaban. Sacarse treinta gramos de encima en una tarde, pagaderos en efectivo. El negocio no era nada comparado con la suma que debía en Bolivia. De todos modos no estaba mal a 30 dólares el gramo, cuando tenían 10 gr. de corte. Tal vez sería una buena opción el hipódromo. No habría muchas opciones de recaudo cuando los asuntos en el vecino país se le volvieran densos. Amén si quedaba mal parado, perdería el contacto y por tanto el negocio. Ellos confiaron en él  vendiéndole a crédito.

El colectivo llegó al centro comercial. Bajó de un salto, tomó un taxi. El conductor le conversaba y se distrajo escuchando sencillas anécdotas urbanas. Cargaba en el bolsillo peligroso paquete, tal si fuese un arma poderosa que podía conducirlo directo a una jaula estatal. Regocijo de saber que el cargamento se convertiría en dinero.

El taxi estacionó frente al edificio donde lo esperaban. Al bajar la ansiedad se volvió irremediable. Mirando alrededor de soslayo todos los peatones semejaban incógnitos miembros de la DEA. Al tocar el timbre del portero eléctrico, trató de cubrir su destino con el cuerpo. Del otro lado le contestaron de inmediato.

Piso 7 A puerta abierta al llegar, ambiente superpoblado de caras gesticulares hablando de nada. Alguna que otra mujer fácil, morenas, rubias, pintadas hasta el alma. Acompañado por su contacto atravesó el bullicio hasta llegar  a la cocina. Más gente allí, dos hombres de apariencia policíaca sorbían café. Extraño presentimiento. El anfitrión hizo señas para que desempaque, obedeció. La bolsita sobre la mesa deslumbró por su blancura. Reina indiscutible ante la mirada del negociante o el adicto. Así los hombres rieron satisfechos y del bolsillo de su camisa, al unísono desenvainaron una credencial de prefectura.

–¿Qué pasa?

El dueño de casa se encogió de hombros.

–Pasa que perdiste –dijo uno de los prefectos– podés dejar el paquetito aquí e irte por donde viniste…

–Y aquí no pasó nada –agregó el otro–, sino, pasa que estás preso.

–¿Y mi dinero?

–La cosa no es con vos, pibe. Queremos al cordobés que dicen es tu amigo. Nos traes a ese personaje y te pagamos la pala.

–O lo que dejemos de ella –agregó el otro con ironía–, porque se supone que nos vas a convidar para que no se nos haga tan larga la espera.

–Las largas esperas nos ponen violentos, pero si nos armonizamos con unos tiritos…

Zambulló una cuchara de café en el polvo blanco y se la llevó a la nariz.

–¡Rica! –hizo un gesto a su compañero para que haga lo mismo.

–Ahora ya te podés ir, cuando más rápido vuelvas con tu amigo más posibilidades hay de que llegues a tiempo, aunque sea al postre. Pagaremos solo por lo que reste al momento que vuelvas. ¿Qué es esa cara? ¿Creés que no es justo? ¡Qué pena! Así es la ley, nosotros somos la ley.

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